Los últimos han sido días difíciles. Pero me han servido para aprender. Si publico esto ahora, es porque siento que es lo que debo hacer, en primer lugar para que a quien lo lea no le suceda y, en segundo lugar, para cerrar mi ciclo de dolor y que comprendan que se puede salir adelante, que se puede volver a tener confianza en uno mismo, cualquiera que sea la experiencia vivida.
Todos tenemos miedo de reconocer algunas cosas que nos pasan. Algunas veces se trata de hechos graves y por eso mismo tardamos años en asumirlos, como me pasó a mí, pero el pasado es pasado y eso no quita que yo sea actualmente una persona feliz.
Esta es la historia.
Érase una vez, una
adolescente común y corriente, con quince años vividos y problemas de su edad.
Un día de aquellos, conoció a un joven, un par de años mayor y que se veía muy
simpático.Este joven resultó
ser bastante agradable, divertido y alegre; le gustaba a ella, por lo que la
chica decidió aventurarse e intentar pasar al siguiente nivel.
De a poco, se fue forjando una relación entre ambos. Al principio todo iba bien, tenían varios gustos e intereses en común, salían juntos, se reían, disfrutaban y hacían cosas de su edad.Él comenzó a buscarla en la escuela, se llamaban por teléfono, tenían relaciones sexuales, pasaban cada vez más tiempo juntos y la relación se volvía seria. Pero algo no marchaba bien.
Los meses transcurrían, él cambió. Ya no era el mismo joven divertido que ella había conocido en su andar ingenuo. Se volvió celoso, posesivo, controlador. Ella empezó a perder su espacio, él espantaba a sus amigas; el tiempo de ella, era sólo para él.
Ella no entendía nada. El joven desconfiaba, no la dejaba sola, no le permitía vestirse ni peinarse como a ella le gustaba. Le gritaba, se ofuscaba, arrojaba cosas contra la pared.
Constantemente le decía que no podía vivir sin ella, que se moría sin ella, que se mataría si ella lo dejaba. Si ella lo engañaba.Pasaron los años. Él decía que la quería, que ella le pertenecía, que se casarían, que tendrían hijos y serían felices para toda la vida. Ella no estaba tan segura.
La joven se sentía mal. No podía contarle a sus papás, porque ellos no la dejarían estar con el joven que ella tanto quería. Sus amigas no la iban a entender… nadie sabía lo que pasaba. A lo ojos de los demás, ella era feliz.
Pero se equivocaban. Tenía miedo de dejarlo. Ella sabía que él le haría daño si terminaba la relación. Pasaron más años. Ya no se reconocía. Era una mujer de veinte años, con un hombre violento a su lado, infeliz, deprimida, desvalorada, aislada, oprimida y con miedo. Nunca le decía que no.
Sentía que nadie la quería, justificaba a su pareja… “algo malo habré hecho”, “en realidad era mi culpa”, “no debí provocarlo”. No tenía control sobre su vida.
Él insistía diciendo que sabía todo lo que ella hacía, que no se mandaba sola, que era por su bien, porque nadie la amaría ni se preocuparía como lo hacía él.
Y ella sentía impotencia, rabia, porque se sentía atrapada en los brazos de un amor que la torturaba, que la maltrataba, que la agredía y anulaba. Y no hacía nada, porque no veía salida.
Hasta que un buen día, gracias al apoyo incondicional de uno de los pocos amigos que le quedaban, ella logró darse el valor suficiente para decir basta, pasara lo que pasara. Estaba harta, ya nada le importaba, ni siquiera que él se enojara. La situación no podía ser peor.
Y afortunadamente, nada pasó. O mejor dicho, casi nada. Él continuó llamando, insistiendo, convirtiéndose en su amigo para mantenerse cerca. La manipuló unos meses después que todo había acabado y ella resistió lo mejor que pudo. Tenía algo de valentía que había adquirido a costa de su sufrimiento. Y de a poco, perdía el miedo. Ese temor que la había paralizado por tanto tiempo y la cegó.
Desde que el cuento de hadas terminó, han pasado ya más de cinco años. De la princesa, se puede decir que quedó marcada por el daño que él le provocó, y del príncipe azul, sólo quedó un amargo recuerdo.
De a poco, se fue forjando una relación entre ambos. Al principio todo iba bien, tenían varios gustos e intereses en común, salían juntos, se reían, disfrutaban y hacían cosas de su edad.Él comenzó a buscarla en la escuela, se llamaban por teléfono, tenían relaciones sexuales, pasaban cada vez más tiempo juntos y la relación se volvía seria. Pero algo no marchaba bien.
Los meses transcurrían, él cambió. Ya no era el mismo joven divertido que ella había conocido en su andar ingenuo. Se volvió celoso, posesivo, controlador. Ella empezó a perder su espacio, él espantaba a sus amigas; el tiempo de ella, era sólo para él.
Ella no entendía nada. El joven desconfiaba, no la dejaba sola, no le permitía vestirse ni peinarse como a ella le gustaba. Le gritaba, se ofuscaba, arrojaba cosas contra la pared.
Constantemente le decía que no podía vivir sin ella, que se moría sin ella, que se mataría si ella lo dejaba. Si ella lo engañaba.Pasaron los años. Él decía que la quería, que ella le pertenecía, que se casarían, que tendrían hijos y serían felices para toda la vida. Ella no estaba tan segura.
La joven se sentía mal. No podía contarle a sus papás, porque ellos no la dejarían estar con el joven que ella tanto quería. Sus amigas no la iban a entender… nadie sabía lo que pasaba. A lo ojos de los demás, ella era feliz.
Pero se equivocaban. Tenía miedo de dejarlo. Ella sabía que él le haría daño si terminaba la relación. Pasaron más años. Ya no se reconocía. Era una mujer de veinte años, con un hombre violento a su lado, infeliz, deprimida, desvalorada, aislada, oprimida y con miedo. Nunca le decía que no.
Sentía que nadie la quería, justificaba a su pareja… “algo malo habré hecho”, “en realidad era mi culpa”, “no debí provocarlo”. No tenía control sobre su vida.
Él insistía diciendo que sabía todo lo que ella hacía, que no se mandaba sola, que era por su bien, porque nadie la amaría ni se preocuparía como lo hacía él.
Y ella sentía impotencia, rabia, porque se sentía atrapada en los brazos de un amor que la torturaba, que la maltrataba, que la agredía y anulaba. Y no hacía nada, porque no veía salida.
Hasta que un buen día, gracias al apoyo incondicional de uno de los pocos amigos que le quedaban, ella logró darse el valor suficiente para decir basta, pasara lo que pasara. Estaba harta, ya nada le importaba, ni siquiera que él se enojara. La situación no podía ser peor.
Y afortunadamente, nada pasó. O mejor dicho, casi nada. Él continuó llamando, insistiendo, convirtiéndose en su amigo para mantenerse cerca. La manipuló unos meses después que todo había acabado y ella resistió lo mejor que pudo. Tenía algo de valentía que había adquirido a costa de su sufrimiento. Y de a poco, perdía el miedo. Ese temor que la había paralizado por tanto tiempo y la cegó.
Desde que el cuento de hadas terminó, han pasado ya más de cinco años. De la princesa, se puede decir que quedó marcada por el daño que él le provocó, y del príncipe azul, sólo quedó un amargo recuerdo.
Esta historia, es la
gráfica de la violencia dentro del pololeo, y se da mucho entre los jóvenes,
porque muchos de ellos no saben cómo reaccionar ante estos actos. Ya sea por
ingenuidad, falta de confianza, inexperiencia, etc.
Yo tampoco sabía. Y
en este cuento de hadas, el castillo se derrumbó, el príncipe se convirtió en
sapo y la princesa en una mariposa paralítica.
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