El sonido más pesado
es el del silencio despiadado
en una fría noche de junio,
cuando los árboles desnudos de la calle
pasan congelados sus horas en el hielo.
O el silencio de la ausencia,
de esa presencia inexistente,
carente de alegría, de tristeza,
olvidada en un rincón de la vida.
El sonido más liviano,
es el del vuelo de un picaflor,
que en la primavera colorea el cielo,
las piedras, el mundo con su incesante
batir de alas aromático, romántico y frenético.
El sonido más grueso, sin duda
se oye desde la cordillera helada,
mirando al horizonte infinito del mar.
Las olas rugientes se suicidan sobre la playa,
imponiendo sus motivos, sus razones y delirios,
gritando a quien pueda oír su palabra furibunda.
El sonido más delgado,
es el murmullo de la brisa andina,
atacando sin piedad alguna
un pelo de la llama altiplánica.
Cortando en dos el aire que se le cruza,
rozándole suavemente, cuando al contacto se oye
constantemente la vibración en mi menor.
No acaba el sonido su trabajo,
no descansa los fines de semana,
no abandona al que llora, al que ríe,
al que sufre y al airado,
no priva al sordo de su silencio eterno.
Acaricia los oídos domesticados del músico,
imparte órdenes y a la vez reclama,
agradece y se queja sin cesar todas las vidas y muertes,
siempre humilde y orgulloso, acompañante del alma.
Es la manifestación más latente del infinito.
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