Debido a esos constantes viajes que me corresponde realizar por causas de
trabajo, es que tuve la oportunidad de conocer la localidad de Inca de Oro,
ubicada al interior de la comuna de Diego de Almagro. Participaríamos de una actividad para niñas y
niños, acercándolos a los servicios públicos que operan en la comuna.
Fue allí donde conocí a Miguel, un niño de unos diez años, sensible, de ojos oscuros y
largas pestañas, que hablaba del amor y de la vida con sorprendente reflexión para su edad.
Miguel permanecía muy serio, sentado a mi lado, mientras sus compañeros jugaban con
los globos que les habíamos regalado. Y preguntaba de todo acerca de mí, mientras sacaba
conclusiones y cuestionaba todo lo que le respondía. En un instante de nuestra conversación, se quedó ensimismado
mirando al cielo diciéndome que estaba comparando mi belleza con la del sol.
Yo también quería averiguar de dónde había salido, por qué estaba ahí,
qué era lo que lo hacía tan especial y, poco a poco, nos fuimos conociendo.
Miguel se había dibujado un pececito en la mano, y no lo había podido
terminar porque su profesora lo había retado. Era lindo, un juego inocente ¿Por
qué habría de ser malo? Y fue en ese momento cuando me sorprendió más aún.
Me miró muy serio y me dijo que yo jamás iba a volver. Que nunca más nos
volveríamos a ver, porque yo no iría a Inca de Oro otra vez, y que él nunca más iba
a volver a ver a una abogada. Y me dolió, porque en el fondo sentí que tenía
razón. Porque yo estaba ahí por cuestiones de trabajo y, si no fuera parte de
éste, tal vez nunca hubiera conocido ese lugar, ni a ese pequeño.
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